El primer recuerdo orgulloso que tengo es el de la bandera que me había hecho mi abuela, para ir al desfile con los retazos de la camisa de mi abuelo, es decir con los girones de su vida y con un palito de manzana acaramelada de un domingo a la tarde en el parque. Ver las islas todos los días y acariciarlas en el mapa de mi aula me remontaba a esos amores que nunca son del todo nuestros, como los hijos.
La adolescencia me regaló una imagen más creíble, la de una novia perdida tan querida y tan lejana a la vez. Una mañana nos despertamos con la marcha, ya marchita sin entender como un gobierno de ladrones y asesinos podía recuperar por la fuerza algo que era nuestro. Sin entender como el pueblo que hacía una horas había llenado las plazas pidiendo, paz, pan y trabajo se subía al Belgrano, único acorazado de la Arma argentina, museo flotante rescatado de la segunda guerra mundial, y que desde allí pudiéramos ganarle una guerra a la OTAN.
Por suerte todo fue demasiado rápido, demasiado esquizofrénico como para querer recordarlo en detalle, la locura, la muerte, el desastre y las banderitas de plástico “made in Taiwán”.
El gordo José María Muñoz vocero del proceso, desde el monumental, gritaba: “Este River y Boca se los dedicamos a Uds. muchachos que están defendiendo nuestra soberanía allá en el sur”. Una vez más nos robaron la ilusión y el oro pero no los de afuera sino los nuestros y ojala hubiera sido eso nada más, ojala no hubiera habido héroes. Héroes que no eligieron ser tales que ni siquiera eran soldados porque no habían tenido tiempo ni de jurar la bandera.
El derecho existe precisamente para mitigar la barbarie y tanto dolor y tantos muertos no sirvieron para tapar tanta barbarie pero sí para perder todos los derechos. Las elecciones presidenciales nos arrasaron como un tsunami, como una avalancha y solo nos quedó, como después de los desastres, juntar los escombros para poder empezar de nuevo. “La casa está en orden” hubiera sido un buen momento para parir la democracia con toda la gente en las plazas dispuesta a luchar por ella. La casa está en orden, pero la verdad y la justicia no.
De a poco comenzamos a rescatar postales de la guerra y nos sigue doliendo que aunque el país se hunda la premisa siga siendo “no bombardeen Buenos Aires”.
Necesitaba algo más creíble que “solo Dios sabe quién está debajo de cada cruz blanca” y empecé a viajar por la historia en barcos ingleses. No volví al ayer, volví a “yesterday”.
Me tortura la imagen de un vicepresidente, hijo del que exterminó a los indios, rogándole de rodillas al rey que no nos dejaran de comprar carne, a cambio de los ferrocarriles, las comunicaciones, las industrias y valla a saber cuántas cosas más. Pensar que Phil Collins y Peter Gabriel eran capaces de vender a Inglaterra por una libra. Me duele el tirano restaurador festejando el 25 de mayo no por la revolución sino por el cumpleaños de la reina, ofreciéndole las islas a cambio de la deuda externa y por más que los Rolling Stone canten, no encuentro “satisfacción”.
La Asamblea del año XIII no declaró la independencia porque Carlos María de Alvear le ofreció a la corona británica un protectorado sobre las Provincias Unidas del Rio de La Plata, suena el gong final de “rapsodia bohemia” y más que en la reina pienso en Queen. Voy a cualquier tragedia de Shakespeare o a cualquiera de la antigüedad en donde la única forma de expurgar el dolor es con la verdad, asumiendo la responsabilidad de cada uno en el drama.
Para poder sobrevivir imagino, junto a John Lennon, un mundo mejor en el que no valga la pena morir ni matar a nadie, porque no hay nada más sagrado que la vida. Mientras tanto mi pobre alma sigue buscando una trinchera, un refugio, más aun un lugar para estar en paz, lejos del hambre y del frio y de un superior enfermo y asesino que siga torturando mi esperanza.
Tal vez cuando ya no haya nada que cerrar cierre la herida, no duelan tantas cosas y pueda dejar de llorar.
Diego Bibiloni Prof. Internacional Público – Facultad de Derecho UNCUYO